Agentes de Cáritas13/03/2020

Dora Soria: una heroína de casa

Dora, voluntaria de Cáritas Loriguilla, equipo que ha ayudado a crear, tras una vida entera entregada a las personas empobrecidas.

— No, no. No saques tus cosas. Tienes que irte. Ya eres mayor. Has cumplido los catorce y no puedes venir aquí.

Fueron las palabras de la maestra cuando Dora volvió, con el resto de niñas, a la escuela después de Reyes. El día cuatro de enero había cumplido catorce años.

Ella se sentía, era, una niña y quería seguir yendo a escuela, pero a partir de ahí le esperaba el trabajo en la tierra con su padre y la ayuda a su madre en la casa.

Ya hacía unos años que iba a leerle a la Melchora, ciega y muy vinculada a la parroquia. Vidas de santos llenaban las tardes de sus domingos y un sueño persistente que alentaba la publicación Mundo Negro: ir a África o a la India, a ayudar.

También se hacía una pregunta: ¿a dónde iba ella sin estudios de ninguna clase? ¿Qué podría ofrecer?, se decía. Pudo hacer en el pueblo un curso de tres meses de Divulgadora rural para ayudar a la gente de allí.   

Ni vocación de casada ni de religiosa. Entonces, ¿qué quería Dora?

Dora quería, como ella misma dice, ir suelta para hacer realidad ese sueño que veía difícil alcanzar: ayudar a la gente más necesitada del mundo.

Le hubiera gustado estudiar y la oportunidad le llegó, casi por casualidad, con más de veinte años cuando empezó a trabajar en la Universidad Laboral de Cheste. Se metió en el pequeño hospital que atendía a los alumnos del centro y al ATS de allí le llamó la atención la disposición de esta chica que cuando tenía un ratillo le ayudaba a él.  

— Dora, ¿y tú por qué no estudias algo? — le pregunta.

— ¡Uy, si no tengo ni el bachiller!

— Mira, yo empecé a estudiar bachiller con veinticuatro…

Aquello le abrió a Dora los ojos. En Cheste le dieron todas las facilidades con horarios y turnos y en el instituto San Vicente Ferrer hicieron el resto. Bueno, dice Dora que fue la Providencia que siempre ha ido con ella.

Trabajo, una academia para las matemáticas y codos para empollar dieron sus frutos. Al año siguiente, entre junio y septiembre, aprobó primero y segundo de bachiller y un año más tarde, tercero, cuarto, examen de ingreso de Enfermería y reválida.

— ¡La Providencia, que siempre ha ido conmigo! Yo tenía unos pocos años más que mis compañeras pero ya estaba en la Escuela de Enfermería. Mi idea era acabar la carrera e irme a África o a la India a ayudar. Lo mío era ayudar y ya podría hacer algo siendo enfermera.

Prácticas en oftalmología, quirófano… que hacían que Dora se sintiera en su salsa y que fuera valorada porque esos pocos años más que sus compañeras le daban una madurez muy esencial para su trabajo. Las prácticas de segundo fueron en neonatos y ya no salió de allí hasta la jubilación.

El hábito de estudiar y que le vendría muy bien para su desino en neonatos, por empezar la vida desde el principio, la hizo enrolarse en matrona, dos años. Y después, porque también le resultaba necesario, pediatría, dos años más.

Le gustaba mucho su profesión pero la idea de ejercerla en algún país empobrecido no se le iba de la cabeza hasta que otra casualidad le dio la oportunidad. Supo de un médico de Castellón, Ángel Luis Massotti, que desde hacía más de veinticinco años iba en vacaciones, con un equipo, a África a operar. Le costó que la admitieran, se lo ponían todo muy negro:

— Tienes que pagarte el viaje… las vacunas… la malaria… el calor…

Pero a ella todo le parecía bien, a todo decía que sí. Insistía e insistía.

— Lo que yo había anhelado siempre, había llegado. Nos fuimos un noviembre que era cuando hacía menos calor en Burkina Faso. Tenía treinta y algún años. Cuando bajamos del avión vi la pobreza extrema. El misionero que vino a recogernos, al ver mi reacción, me dijo que “aquello” no era África, que era la capital, Uagadugú. Llegamos al poblado, Safané, y era peor que la pobreza extrema, encontré la miseria, la falta de todo. Ni recursos ni servicios. El hospital consistía en una nave con uralitas de tejado. No había médico y lo que allí se dejaba cuando este equipo se marchaba era lo que encontraba al año siguiente. Los misioneros, españoles preparaban las visitas de enfermos de todos los poblados cercanos y a operar… Polio, hernias, hidroceles… sin descanso, sin horario ni días libres. A la semana de estar allí caí en la cuenta de que no me había acordado ni de mi madre. Para ella, casi un pecado. Estaba tan metida en el trabajo y era tanto que el tiempo se escapaba de las manos.

Los años siguientes cambiaba con sus compañeras en el hospital días de fiesta para acumularlos con las vacaciones y ya fueron dos meses los que pasaba en Safané.

En una ocasión les llevaron una niña a la que se le había prendido fuego el vestido y el queloide que se había formado en su cuello le había dejado la cabeza unida al hombro. No la podían operar allí. Otra niña, por una infección mortal en la comisura del labio, había sobrevivido pero con la cara pegada a las mandíbulas. Le habían quitado unos dientecitos para hacer un agujero y embutirse la comida y sin poder mover la lengua.

— ¡Qué fácil sería operarlas en València!

Y volvió Dora a València cerca de Navidad, habló con el catedrático de pediatría y director del Clínico de esos dos casos y le dijo que las trajera, que las operarían aquí.

Los misioneros hicieron todo el papeleo. Dora se fue a por ellas en abril, las alojó en su casa, fueron operadas, dos operaciones extraordinarias, seis meses de convalecencia y, en noviembre, cuando volvió el equipo a Safané, se las llevaron recuperadas y hablando español.

Cuando ya no pudo ir el equipo a Burkina Faso, fueron a Calcuta, con la Madre Teresa. Les preguntaron dónde querían trabajar y dijeron que donde más falta hicieran y las mandaron con las personas con diversidad funcional… Dice Dora que todo lo que allí vio es para escribir diez libros.  

Otro año a Somalia, ya en el noventa y cuatro. A Bardera, ciudad agrícola, con intención de poner en marcha un orfanato por la cantidad de niños que iban sueltos por allí. ¡La guerra! No pudieron hacer nada. ¡La guerra! Cuando pudieron salir de allí sabían que no podrían volver.

A Medicos Mundi le hacía falta en Ruanda, tras el genocidio del noventa y cuatro, un profesional del perfil de Dora. Dijo que sí. Fue sola. La esperaron en el aeropuerto de Kigali. Toda la pediatría y las mujeres embarazadas del hospital pasaron a ser su responsabilidad durante los tres meses que permaneció allí.

Volvió a Burkina Faso en dos mil cinco por un motivo bien diferente. Y es que a Dora, que tiene el arte de estirar el tiempo, le gusta hacer vidrieras. Los misioneros de Uagadugú construyeron una iglesia y le pidieron a ella que hiciera las vidrieras. Fue a tomar medidas y a encargar a un artista local los dibujos de los siete sacramentos. Un precioso regalo de Dora para una preciosa iglesia.

La salud de su madre y la suya propia le impidieron viajar hasta en dos mil trece que marchó a Maputo en Mozambique para organizar, junto con un pediatra del Clínico, una escuela de enfermeras en el hospital más importante del país.

Dora, ya jubilada, ha querido organizar, hace poco más de dos años, un equipo de Cáritas parroquial en su pueblo, Loriguilla, donde no hay familias necesitadas pero sabiendo que pueden ayudar a gentes de otros lugares. Y así ha empezado una prometedora andadura de ayuda que es la palabra que más repite Dora, involucrándose en proyectos de Cáritas que la mantiene al lado de la Providencia.