Chicas
#ElCuentoDeLosViernes nos muestra una historia de tantas en las que alguien devuelve "algo de lo que ha tenido la suerte de que Dios ponga en sus manos".
— ¿Y quién es esta chica tan preciosa?, pregunta la voluntaria de Cáritas cuando se encuentra en la calle con Sara.
Sara ríe, orgullosa y prendada de la “chica” que lleva en el carrito. Es su pequeña hija, de cuatro meses, sonrosada y gordinflona, que agradece con entusiasmo las caricias y las palabras que está recibiendo.
— Sara, ¿cómo van las cosas?
— Ahora estoy muy tranquila. Los trabajos que nos han salido y la ayuda de Cáritas nos permiten vivir sin pasar necesidad. Pero sobre todo la amistad de María y la vuestra, claro, hacen que no me sienta desvalida ni sola.
— Es que María y tú habéis congeniado mucho. Ha sido una suerte que os hayáis conocido.
La voluntaria recuerda cuando unos años atrás conocieron a María, cuando recién llegada a España, a València, se instaló en el barrio. Unas amigas que habían realizado el mismo viaje que ella, le ofrecieron su vivienda sin que ella tuviera que contribuir a la manutención mientras no encontrara trabajo.
Acudió a Cáritas, por su cuenta, en busca de ayuda. Dijo que se sentía obligada a participar en los gastos de la casa aunque fuera con los alimentos que allí le quisieran dar, pero que su necesidad más urgente era ponerse a trabajar, ganar un sueldo. Era esteticien —y de las buenas, decía—, pero podía limpiar o cuidar niños o enfermos o personas mayores. Lo único que pretendía era ganarse la vida con el fruto de un empleo digno y traer a su hijo con ella para que pudiera seguir estudiando.
Las compañeras de Acogida le recomendaron que pasara por los Servicios Sociales, que allí podrían ofrecerle otras vías para salir adelante.
María esquivaba algunas preguntas y evitaba hablar de los Servicios Sociales. Una de las voluntarias le cogió las manos con cariño y le preguntó:
— María, ¿qué te ocurre? ¿Por qué no quieres hablar con la trabajadora social? Debes saber que lo que aquí nos digas, aquí se quedará. Te podremos ayudar mejor si sabemos toda la verdad.
La joven agachó la cabeza y deslizó las manos hacia su regazo.
— Es que no tengo papeles —dijo casi en un susurro—.
María temía que la expulsaran de España, tener que volver al infierno de su país.
Siguió recurriendo a Cáritas, a por alimentos, a por algo de ropa y a por mucho afecto, como ahora lo hacía Sara.
María se hizo entrañable, contaba con nostalgia cómo era su hogar, la valentía de sus padres que la animaron a partir, su hijo, muy buen estudiante, al que espera traer pronto con ella. Y sus despedidas “quedad con Dios” o “bendiciones” llenaban a las voluntarias del abrazo de Dios.
Pasó el tiempo y a María empezaron a irle bien las cosas. Limpiaba casas y hacía unas manicuras perfectas. La contrataron en un restaurante para llevar la contabilidad. El roce con el propietario, sus ideas para mejorar el negocio y su gran corazón hicieron un pequeño milagro. Surgió el amor y, ya seguros de lo que querían, decidieron compartir su vida.
Tiempo después llegó también al barrio una familia que los Servicios Sociales derivaron a Cáritas. Igualmente en busca de lo que carecían. Atención, afecto, apoyo, alimentos, ropa de abrigo… Un bebé de dos meses era su alegría y su mayor preocupación. Una vida complicada y escasos ingresos.
Eran Sara y su familia.
— No tenemos pañales para la niña, tenemos que ponerle trozos de toallas.
Servicios Sociales y Cáritas se volcaron con ellos.
Él quiso trabajar en lo que saliera. Sara no podría de momento.
— Por la pequeña Isabel.
Unas semanas después, Sara dijo en Cáritas, ilusionada, que estaba limpiando una casa. Una vez a la semana.
— ¡Por algo se empieza!
— Pero Sara, ¿quién se ocupa de la niña?
— Me la llevo al trabajo y cuando le toca, le doy de mamar y le cambio el pañal, —dijo Sara con toda naturalidad—.
— Pero, ¿dónde trabajas, Sara?
— Le limpio la casa a María, la del restaurante. Ella, cuando nos conocimos, me animó a hacerlo llevando a la niña.
La voluntaria de Cáritas llamó a María para decirle que les habían contado una cosa preciosa sobre ella.
María se echó a reír.
— Mi Mari —dijo— ¿quién sabe mejor que yo lo que es la necesidad, el miedo a no tener con qué alimentar a tu hijo, de no poder salir adelante?
Y es que María, ahora que le iban bien las cosas, empezaba a devolver algo de lo que había tenido la suerte de que Dios pusiera en sus manos.