Cuento de amor y niñas
Esta semana, #ElCurentoDeLosViernes nos habla de familias, niñas y cabellos negros.
María llegó a casa cruzando un inmenso océano cuando tenía casi tres años. La esperaba un lugar desconocido, una familia. Lloraba porque todo le venía muy grande, muy extraño. Oprimían su pequeño cuerpo aunque no le hacían daño y rozaban sus mejillas con los labios. Le daba miedo y toda ella temblaba. Le hablaban y le sonreían pero no entendía nada de lo que decían. Le daban a comer cosas que no había probado nunca aunque sentía que eran buenas. Dormía en un sitio en el que solo había una cama muy blandita. Lloraba muy despacio, porque tenía miedo de que le pegaran y estaba muy asustada.
Donde ella había vivido antes era un lugar muy grande, oscuro, en el que hacía mucho frío. Los mayores hablaban a gritos y los otros niños y niñas, como ella, lloraban mucho. Les vestían con ropas que no tenían color y cuando comían se las ensuciaban. Les reñían para que fueran cuidadosos y no lloraran.
Poco a poco empezó a encontrar que todo lo que veía en su nuevo hogar era bonito y empezó a conocer lo que era la risa. Los mayores que vivían con ella le decían que se llamaban papá y mamá y les gustaba hacerla reír con ellos. Los colores de su nueva casa, la suavidad de los vestidos que le ponían y ¡los juguetes! le daban lo que después supo que se llamaba alegría. Nunca había visto nada igual. No se cansaba nunca de mirar y tocar los peluches, las casitas y las muñecas.
María conoció a otros mayores que se llamaban yayos y yayas y le gustaba como le hablaban. También a las primas, un poco más mayores que ella, que le enseñaban juegos y a cantar.
Aprendió a besar y a abrazar. Primero a papá y a mamá. Estaba muy bien en brazos de los dos. Después a los yayos, que se pusieron muy contentos, y a los tíos y a las primas.
Aprendió también a hablar, a saber lo que eran las letras y a jugar con otras niñas y niños en un lugar lleno de luz, con mesas y sillas pequeñas como ella, que se llamaba colegio.
Pasó un año, dos años y María era feliz.
Quería a mamá y a papá, a los yayos y a los tíos. Las primas eran lo mejor. Se divertían mucho juntas y ya hablaba tan bien como ellas. Supo que ese sentimiento tan bonito se llamaba amor.
Pero María miraba a mamá y a las primas y admiraba su cabello rubio y brillante. Ella lo tenía negro, también muy brillante, como sus ojos, pero no le gustaba.
— Mamá, ¿Por qué no soy rubia como tú y las primas? Yo quiero ser como vosotras. ¡No me gusta mi pelo!
Mamá acarició a la niña, pasó los dedos por su melena negro intenso que entonaba tan bien con sus ojos y su piel morena.
— ¡Pero si eres preciosa! A papá y a mí y a toda la familia nos gusta mucho como eres.
María se conformaba pero, de vez en cuando, acariciaba con admiración el pelo de mamá y mamá, claro, sabía lo que la niña estaba pensando.
Así es que mamá no lo pensó mucho.
— Esta tarde, cuando vengas a casa te llevarás una gran sorpresa, —le dijo a papá por teléfono—.
Papá recogió a María del colegio, fueron a casa y un rato después oyeron la puerta de entrada.
— ¡Ya estoy aquí!, —dijo mamá con una voz alegre y juguetona—.
Papá y María se quedaron de piedra cuando vieron aparecer a mamá. Su melena rubia se había transformado en un negro azabache que movía a un lado y a otro del rostro riendo como una niña.
— María, ¡ahora tú y yo somos iguales!
La niña miró a mamá sorprendida y la encontró tan guapa que en ese momento entendió que el color del pelo siempre era bonito, solo dependía de la forma de ser de la persona y sintió que lo que había hecho mamá también se llamaba amor.
Pasaron los años y María es hoy una adolescente simpática, estudiosa y, con sus primas, comprometida en un coro digno de escuchar.
Ella y mamá son morenas como otras muchas personas que ha ido conociendo.
Mamá no ha querido nunca dejarse el pelo de su color natural. Es un gesto, un símbolo de amor que comparte con papá y con el resto de la familia.