Domingo de Resurrección: La Herencia

— ¿Qué alboroto es ese? —se dice Juan intentando levantarse—. Se echa el manto por los hombros y de mala gana sale a la calle.

Las primeras luces de la amanecida empiezan a teñir de rosa el horizonte. Las mujeres que vienen ligeras como palomas y dando voces le ven y le gritan:

— ¡Juan, Juan, el Señor no está en el sepulcro!

Simón Pedro, que también las oye, le dice a Juan:

— Apresúrate, Juan. Vamos a ver qué está pasando.

Los dos hombres corren, salen de Jerusalén y se encaminan, campo a través, hasta la gruta que guarda el cuerpo de Jesús.

Juan, más joven y fuerte que Simón Pedro, llega primero y encuentra desplazada la piedra que guarda la entrada al sepulcro. Se para sin atreverse a entrar. Simón Pedro se precipita dentro y ve la losa donde tendieron a Jesús. La sábana que le cubría y el sudario es lo único que encuentran allí y Juan, emocionado, dice:

— ¡Ha resucitado! ¡En verdad, ha resucitado!

Salen a campo abierto y ya todo les habla de Jesús resucitado.

Los colores de la vida, brillantes y esplendidos, les rodean por todas partes, el olor a azahar les hace respirar hondo, les trae el recuerdo de Jesús hablándoles, sentados todos en tierra, escuchándole atentos, les llena de alegría y les acompaña por el camino de vuelta a casa. Corren y ríen porque ya cobran sentido todas y cada una de las palabras del Maestro.

El Padre estaba ahí, con Él, en cada momento, besándole el rostro, besándole el cuerpo torturado. Ahora lo ven.

Juan busca a María y la encuentra de pie, esperándole, sonriéndole. Los dos se funden en un abrazo que disipa todo temor, toda oscuridad del pasado.

Ya aguardan impacientes. Él vendrá. Le verán de nuevo y pondrá en sus manos la valiosa herencia que el Padre le había entregado. Ahora serán ellos y ellas, sus discípulos, quienes la proclamen al mundo entero. Una herencia, Reino de Dios, de Amor y Esperanza, de Justicia y de Paz.