El cuento de los viernes28/02/2020

El Camino de Santiago

El #CuentoDeLosViernes nos habla hoy de un camino y de una promesa.

— Esther, ¿y tú por qué lo haces?

Me lo pregunta mi compañero, a bordo del avión que nos lleva a Santiago de Compostela. Hacía tiempo que deseábamos hacer una parte del camino y unas veces por el trabajo y otras por la familia no había llegado el momento hasta esa semana de otoño.

La pregunta me dejó desconcertada y tardé unos segundos en dar una respuesta que expresara mi sentimiento.

— Por curiosidad. Por conocerme a mí misma y también por saber hasta dónde puedo llegar. Si va tanta gente y vuelve maravillada… Siento curiosidad por ver qué hay en él, que sentiré, qué me va a suceder.

Llegamos a Santiago y de allí fuimos a Sarria. Empezamos el camino muy de mañana y lo que ocurrió al poco rato quedó en mi memoria como una nebulosa indeleble.

En un lugar con algunas casas a ambos lados del camino vi a un anciano que hacía gestos con la mano y que me miraba. En realidad no supe si me miraba a mí o a todo el mundo, o es que nuestras miradas se encontraron por casualidad. A la que me di cuenta yo tenía en la mano una vara que él debió cortar recientemente. Rama gruesa con pequeñas hojas verdes. Me la ofrecía y yo debí cogerla. Le interrogué con la mirada y dijo:

— Llévasela al santo.

— Claro, —le contesté.

— ¿Y tú rezarías por mí? —añadió.

— Yo no soy creyente, pero rezaré por usted, —respondí.

— Me llamo Dionisio y, por favor, reza también por mi nieto David.

No sé por qué pero nos abrazamos. Fue todo muy rápido y me encontré de pronto con una vara enorme en la mano y con una inmensa alegría por tan extraño encuentro.  

Media hora después aquello pesaba. Pasándomela de mano en mano y diciéndome que encima había hecho una promesa. Me dolía más el brazo de sujetar la vara que las piernas por andar.

Al día siguiente me costaba mover los brazos, pero un par de días después mi cuerpo ya se había acostumbrado a ella. Era como si se hubiera incorporando a mí. Era parte de mí. Me facilitaba el camino y luego yo no dejaba de pensar en Dionisio. Lo tenía metido en la mente. Tenía algo que cumplir y eso, extrañamente, me reconfortaba mucho. También sentía, conforme pasaban los días, que aquello se acababa y que tendría que desprenderme de la vara y de Dionisio.

Cuando llegamos a Santiago no hay palabras para describir la emoción y la alegría que te envuelve. Entramos en la catedral y me dispuse a cumplir la promesa.

Lo curioso fue que a la entrada había que pasar un control. Te miran todo el contenido de las mochilas y las varas de montañero las tienes que dejar fuera. Yo empecé a preocuparme porque esa vara por encima de todo tenía que dejarla a los pies de Santiago. Nadie me dijo nada y avancé hasta encontrarme con el santo. Encendí una vela, recé por Dionisio y por David y dejé allí la vara.

Cumpliendo el encargo de un viejo desconocido descubrí que no hay diferencias entre creyentes y no creyentes. Que está por encima de todo el respeto entre las personas. Entendí que una necesidad para alguien puede ser para mí algo sin importancia alguna pero que puedo convertirlo en mi objetivo porque me pongo en su lugar.

Un recuerdo borroso, una sensación de gratitud por un encuentro casual, la misión que un desconocido me encomienda y la certeza de que la fraternidad es la más hermosa relación entre las personas es lo que me sucedió, lo que hallé en el camino de Santiago.