El niño Jaime
Este cuento ocurrió "allá por el siglo diecisiete", según nos cuentan.
Hace muchos, muchos años, allá por el siglo diecisiete, los niños, como hoy en muchas parten del mundo, trabajaban para ayudar a sacar adelante a la familia.
Jaime apacentaba a diario los bueyes que su padre aparejaba para labrar la tierra. Buscaba los lugares donde la hierba era más abundante y jugosa. A Jaime le gustaba la orilla de un barranco cercano al pueblo. Era como un túnel de roca, chopos y zarzas que nunca perdía su frescor. Los bueyes estaban bien alimentados y su padre se sentía orgulloso del chico.
Aquel día, un 14 de mayo de 1667, después de comer, Jaime jugueteaba con los bueyes como si fueran niños como él.
Cada vez se aproximaba más a la orilla del barranco. No sentía el peligro porque conocía muy bien el lugar, hasta que uno de los bueyes, con el hocico, le dio un brusco empujón. Jaime cayó sin más sujeción que las zarzas. Rodó lentamente hasta hundirse en el oculto riachuelo que transcurría oscuro y silencioso alimentando todo el verdor que lo rodeaba.
Jaime, asustado, intento agarrarse a lo que tenía más a mano. Todo eran zarzales que herían su pequeño cuerpo. Pasaban los minutos y cada vez se sentía más agotado con las aguas llegándole al cuello. Lloraba y pedía auxilio aterrorizado. La suave corriente lo arrastraba y el pequeño y el miedo eran todo uno.
En un momento se dio cuenta de que la corriente disminuía y el agua empezaba a sentirla tibia. Vio una claror y, sorprendido, sintió una mano que le cogía firmemente del brazo.
Miró Jaime asombrado y vio a una mujer joven y hermosa bellamente vestida. Se agarró a ella con todas sus fuerzas, la abrazó hasta que ella lo dejó en tierra firme.
Con el miedo aun en el cuerpo, empapado, sucio de barro y tiritando, corrió hacia el pueblo. Cuando llegó a las primeras casas empezó a gritar:
— ¡Madre! ¡Madre!
Llegó a casa seguido de las personas que lo veían en tan lamentable estado.
— ¡Madre! ¡Madre!
Le oyó la madre, salió a la calle, le palpó todo el cuerpo y lo metió en casa para quitarle la ropa sucia, lavarle y calentarle.
Cuando el niño se calmó, le contó a la madre lo que había ocurrido, después al padre cuando llegó de trabajar y a los vecinos que iban llegando para interesarse por Jaime. Ninguno daba crédito a las palabras de Jaime. Ni en el pueblo ni por los alrededores había una mujer como la describía el pequeño.
Acabó el mes de mayo, pasó junio y con julio llegaron las fiestas patronales. El día de San Jaime, el patrón, todo el pueblo acudía a la misa mayor y a la procesión.
Los padres de Jaime, aunque vivían casi enfrente de la iglesia, no eran muy religiosos pero para el día de San Jaime hacían ropa nueva a los niños y eran los primeros en ocupar los bancos más cercanos al altar.
Ese día la misa era cantada, con homilía larga y Jaime empezó a inquietarse, a mirar con curiosidad las imágenes de los altares laterales. Se levantó y los fue recorriendo despacio hasta que llegó a…
— ¡Madre, es ella! ¡Es ella!, gritaba el niño sin parar.
Los asistentes se iban levantando con curiosidad, el sacerdote paró la misa, se acerco al niño y le dijo:
— ¿Qué dices, hijo?
El niño repetía una y otra vez, señalando con el dedo tembloroso a la Virgen de los Desamparados, que era ella la mujer que lo había salvado.
— ¡Es ella, es ella!
Se llevaron al niño a casa y cuando acabó la misa el sacerdote fue a ver a Jaime. Estaba tan seguro de lo que afirmaba una y otra vez, su mirada tan firme y la descripción de la mujer tan conmovedora que decidió contarlo en el arzobispado.
Mandaron llamar a Jaime que acudió con su padre y con el párroco. Volvió a describir a la hermosa mujer que le había salvado de morir ahogado con tanto detalle, con tal veneración que solo les quedó llevarlo ante la misma imagen de la Virgen de los Desamparados.
Jaime, emocionado, volvió a repetir las mismas palabras
— ¡Es Ella! ¡Es Ella!
En el arzobispado levantaron acta de estos hechos y en el pueblo, en el lugar que ocurrió la salvación del niño Jaime, levantaron un altar con un retablo de cerámica representando al niño en el agua y a la Virgen de los Desamparados tendiéndole la mano. Sus padres también quisieron que no se olvidara este hecho y en agradecimiento, colocaron en la fachada de su casa otro retablo de cerámica con la escena de la salvación.
Desde entonces, a esa parte del barranco se la conoce como “El Milagro”.
La ilustración es de la autora del texto, Mª José Varea.