El pan de Keita
Aunque parece #ElCuentoDeLosViernes, es una historia real, tan real como Yasmine, Keita y su panadería.
En la hora del almuerzo, el horno de Keita bulle de actividad. Es el momento más crítico de la jornada. Hay que ser eficientes en el servicio y ofrecer un producto de calidad. El resto de la jornada, un cuentagotas de clientes, avala el buen hacer de Keita.
De un viaje desde la incertidumbre, de una vida que no sabía a dónde se podía encaminar a regentar un negocio propio, ganado a pulso, a golpe de valentía, de decisión y de deseo inquebrantable de superación.
Keita, desde tu país a España han ocurrido muchas cosas, has tenido que afrontar muchos riesgos y superar pruebas bien difíciles.
Yo salí de Costa de Marfil en 2013 con la idea de conseguir una vida mejor. Nací en una casa en la que se comía una sola vez al día. Éramos ocho hermanos, mi padre nunca fue responsable de la familia y lo teníamos muy difícil. Yo, que era el mayor, ayudaba a mi madre. La veía sufrir mucho. Ella, cuando le hablé de marchar, no quería que saliera. “¡Qué voy a hacer si tú te vas!”, me repetía sin cesar. Pero tuve que hacerlo. Sin dinero fui a Malí a ver si encontraba algo y aquello era casi peor que mi país. En Mauritania, igual. Iba con un amigo. Intentamos entrar en Marruecos, ya era 2014, sin hablar el idioma, sin entendernos con nadie, nos teníamos que esconder porque éramos negros, dormíamos en el bosque, salíamos a primera hora de la mañana y pedíamos dinero para poder comer algo. Así, un año. Nos fuimos a Argelia y conseguimos trabajo en una granja, sacando leche a las vacas. Reuníamos dinero para ir a España, para la patera. Sabíamos que la gente moría en el agua pero una persona que está perdida lo que quiere es conseguir algo y en 2015, el 15 de mayo, entramos en España. Hasta hoy mismo me pregunto cómo llegué, en aquella patera, a Ceuta, porque no me acuerdo. Solo recuerdo haber subido a la patera. Nueve meses en el campo de refugio de los emigrantes. Cuando me tocó, me mandaron a Madrid, a un pueblo. Allí te preguntan dónde quieres ir. Francia, Italia… Ellos te sacan el billete. Yo no tenía ni idea. Estaba perdido, solo quería un lugar seguro, donde me pudiera desarrollar y conseguir ser persona responsable.
Y lo último que te pasaría por la cabeza es que ibas a ser panadero.
Yo pensaba que podría ser soldador porque mi tío tenía un taller de soldadura y cuando yo era pequeño nos dejaba ir a jugar allí. Yo no estudié. Soy analfabeto. Mi padre me decía que nunca sería nada en la vida. A mí, con seis o siete años, me gustaba lo que hacían en el taller y aprendí. Yo ya era entonces muy manitas. Me podía haber ganado la vida muy bien pero mi tío falleció y sus hermanos no pudieron gestionar el negocio y se fue abajo.
Cuando llegué a Madrid, en pleno invierno, si preguntaba «¿a dónde van los inmigrantes?», la gente no me contestaba. Yo solo hablaba francés. No me comprendían. Estaba perdido. Entonces yo los juzgaba como malas personas pero ahora les entiendo. Dormí dos noches en Atocha, debajo del árbol que hay allí dentro. Al tercer día lo volví a intentar con un hombre, ¡y hablaba francés! Le expliqué mi situación y que necesitaba un refugio hasta tomar una decisión de a dónde quería ir.
El hombre, buena persona, me dijo que él conocía una asociación en València que se llamaba “Cáritas” que me podría ayudar y que si yo quería él me sacaba el billete a València. Si ahora voy alguna vez a Madrid, voy a Atocha. Para recordar. Para que no se me olvide de dónde vengo.
Keita, la de ese hombre fue una oferta que cambió tu vida.
Eso aun era 2015. Hice todo lo que el hombre me dijo y llego a la estación de autobuses de València. Me encuentro con muchos paisanos y pregunté. «Caritas” está detrás de aquellas torres. Está muy cerca», me dijeron.
Cuando llegué, estaba Rosario que me recibió. Me dio cita para la semana siguiente y mientras, me mandan al albergue de la Avda. del Puerto. Ahí empiezo a tener fe y un poco de esperanza. Me enamoro de “Cáritas” por la manera como me hablaban, con educación, con respeto, sin juzgarme. Me enamoré de los españoles. Empecé a no sentirme diferente, a ser uno más.
Fe y esperanza. Y no te equivocabas.
Ellos me acogieron. Se portaron super bien conmigo. Las trabajadoras y las personas voluntarias. Me llevaron a una casa y empecé a estudiar castellano y a integrarme. A la cultura, al idioma y a la gente. Iba a los cursos y respetaba las normas porque yo tenía un objetivo.
Íbamos a Mambré a hacer los cursos y dije que quería ser soldador porque era lo único que sabía hacer. Pere, Vicen y los demás hicieron todo para que entrara en el curso de soldadura pero aun no tenía la residencia. Me mandaron a dos empresas y les dijeron que no tenía el curso pero sí una gran experiencia. «¿Podéis hacer algo por él? Porque está empeñando en ser soldador».
Estuve haciendo prácticas pero no me podían coger por la residencia. Empecé a trabajar en la obra y ya entendí que lo primero que tenía que hacer era buscar la residencia.
Un voluntario, Pascual, me propuso trabajar con él en una casa que se había comprado. Pere le había enseñado una reja que hice en Mambré y le dijo que yo trabajaba muy, muy bien. Reformamos la casa y las rejas y las puertas las hice a mano.
Aun hubo otro paso importante que te llevó adonde estás ahora.
Pascual me hizo un contrato de empleo doméstico para que pudiera conseguir la residencia. Me dieron la residencia y Pascual me propuso trabajar en un horno de su propiedad del que se marchaba el inquilino. Yo no sabía nada de panadería. Él me enseñó y yo aprendía rápido. Un año, dos años, aprendí bien el castellano, a hablarlo, a leerlo y a escribirlo. El francés no sé escribirlo. Ni pensaba yo que podría ser panadero. Yo le digo a mi mujer que el oficio de panadería me eligió a mí. Pascual se portó muy bien conmigo. Teníamos mucha confianza. Éramos una familia. Pero yo toda la vida quería trabajar para mí, desarrollar algo. Tenía siempre el machaque de mi padre en la cabeza de que no iba a ser nunca nada y tenía que hacer algo.
Yo ya estaba con Yasmina, mi mujer. Dejé el horno de Pascual el año pasado. Soy una persona muy reflexiva, que se hace muchas preguntas.
«Tómate tu tiempo y piensa bien antes de hacer nada», se dijo Keita. No tenía dinero pero ya había tomado una decisión. «Voy a buscar un horno», le dijo a su mujer. Su fe le dijo que lo conseguiría. Y empezó una nueva aventura que, contra todo pronóstico, se plasmó en su panadería. Buscó un gestor que le asesorara y negoció. Negoció con el banco por el préstamo para el traspaso; con el dueño del negocio para ajustar, casi a la mitad, el precio del traspaso; con el propietario del local para que se lo alquilara. «Quién sigue, consigue, como se dice aquí», subraya Keita. Y aquí está. ¡Manos a la obra! Obrador, maquinaria, estanterías, vitrinas, mostradores, mesas y sillas, todo con las manitas de Keita y panadería-cafetería ¿?
— ¿Qué nombre le vamos a poner?
— Yasmina le dice: ¿Y si le ponemos el apellido de tu madre?.
— Si yo estoy aquí por ella, todo cae bien.
Panadería-cafetería BERTÉ, elaboración artesanal de pan y dulces, 100% hecho a mano, abierto desde el 15 de diciembre pasado.
Y este es el milagro de Keita y Yasmina. La obra de un buen artesano.