El cuento de los viernes03/09/2021

El ramo de flores

Recuperamos también nuestros #CuentosDeLosViernes con una historia de flores, nietas y yayos.

Nada más llegar a la casa dio un recorrido lento por toda la jardinera. Disfrutaba admirando cada uno de los rosales, las murcianas, las margaritas, el jazminero… Se alegraba con cada brote nuevo, con cada capullo entreabierto. Le gustaba dedicarle tiempo, quitar brozas, hojas muertas y era su mejor lugar para conversar con Dios. 

El amor a las plantas se lo había inculcado a su pequeña nieta y cuando podían, repasaban y se maravillaban de los preciosos colores de cada una de las flores.

— Mira, yaya, esta es rosita y esta también pero… de otro color.

— De otro tono, cariño. Los colores pueden tener muchos tonos…

— Y esta es blanca como yo y al medio amarilla.

La yaya, cuando iba al pueblo, elegía las más tiernas de las margaritas, verbenas, rosas, calas, marialuisas y lavandas. Formaba un pequeño ramo multicolor y se lo llevaba a la pequeña, que agradecía el presente con expresiva admiración.

Esa mañana, a principios de primavera, con un sol brillante que alegraba el alma, a la yaya, formando el ramo para la nieta, le vinieron a la mente otros ramos de los que ella era destinataria y en ese momento, nunca antes, entendió su verdadero significado.

Hace muchos años, cuando las hijas de la yaya se ponían enfermas, los yayos de entonces, es decir los padres de la yaya, ponían en una cesta todo lo que tenían de la huerta, algo bueno del horno y… un ramo de flores que el yayo recogía del huerto para su hija, tomaban el autobús e iban a pasar el día con la familia.

La hija de entonces también recibía el ramo con alegría por la belleza de las flores que ella cuidaba con esmero pero, seguramente por la costumbre de recibir el cariño y la entrega de sus padres, no se daba cuenta de que la verdadera belleza estaba en el gesto de su padre, recio agricultor, al prepararle con delicadeza lo que a ella tanto le gustaba.

— Yaya, ¿ponemos el ramo en agua para que no se mustien las rositas?

— ¡Yaya! ¿No me escuchas?

La nostalgia había hecho volar el pensamiento de la yaya a otras épocas y ahora, con la gran distancia del tiempo que es un mago sabiondo, se daba cuenta de lo injusta que había sido muchas veces al querer mejorar la vida de sus padres, lo que estaba muy bien, pero desde una posición que era la de ella y no la de los ancianos.   

La yaya tuvo una buena infancia, de aquellas que se vivían en los pueblos pequeños, donde todas las puertas estaban abiertas y se jugaba en la calle hasta que se encendían las luces. No se necesitaban muchas cosas para pasarlo bien, pero que muy bien.

Y así pasaron los años, los estudios y el inicio del trabajo. Pasó de vivir del dinero de los padres al que le proporcionaba su propio sueldo. Todo transcurría con tranquilidad económica. Vivía plácidamente.  

En aquellos años nunca pensó en lo que costaba para un agricultor sacar rendimiento a la tierra y vivir de ella con la incertidumbre de las cosechas, del clima y del mercado. Para que a ella no le faltara de nada, los padres debieron ser austeros, ahorradores y prudentes… con ellos mismos e intentando inculcar a la hija el sentido de la economía.  

Era la vida en la que los padres habían edificado su hogar y se sentían satisfechos, a gusto. Unos buenos troncos en la chimenea en invierno, el agua fresca de la fuente en verano, la tele, el periódico que la madre leía en voz alta mientras el padre deshacía dasa junto al fuego o tejía sus propios capazos, las historias antiguas, la amistad del vecindario, la llegada de las nietas los domingos constituían el centro de sus días.

Que si debían comprar sillones nuevos, que si calefacción, que si la mujer que les limpiaba debía ir más horas, que si…

¡Que lo único que necesitaban ellos era la calidez de la familia, volverse locos con el parloteo y las risas de las nietas y oírlas al teléfono entre semana!

— ¡Yaya, coge el vaso y llénalo de agua!

— Voy, voy.

Este ramo de flores que iban a poner en agua entre las dos hizo que la añoranza por todo lo que de vida buena le habían enseñado sus padres adquiriera un valor que se daba cuenta de que no había devuelto en su justa medida y sintió como nunca el haberles perdido sin haber descubierto su verdadero tesoro.