El cuento de los viernes07/10/2020

Jornaleros

Con motivo de la Jornada por el Trabajo Decente, Mª José Varea nos cuenta una historia no tan lejana.

Pensaba que lo peor ya había pasado. Estaba en España y me habían dicho que era una buena época porque empezaba la recolección de la pera y necesitaban muchos jornaleros.

Los otros hombres me invitaron a compartir con ellos el barracón en el que vivían. Me alegré de encontrar tan pronto la amistad de los compañeros.

Tenía muchas ganas de empezar a trabajar y poder llamar a Haala, decirle que la quería, que tenía trabajo y que pronto reuniría bastante dinero para ir a buscarla y traerla a una casa para los dos.

No me importaba que las jornadas fueran insoportables. Antes de amanecer ya estábamos en el campo y las últimas cajas las cargábamos al camión cuando ya había anochecido. Apenas teníamos agua para beber y menos de una hora para comer y descansar un poco pero quería pensar que pronto encontraría algo mejor.

El primer bocadillo de la comida me lo preparó un paisano y ya me dijo dónde se compraba el pan y los alimentos. Eso me animaba porque me hacía sentir que no estaba solo. Por la noche compartíamos la poca fruta defectuosa que habíamos podido esconder.

— ¿Esconder?  

— Sí, esconder, porque no nos dejaban que nos lleváramos ni una sola pieza.

A los pocos días de haber empezado a trabajar se perdió el tapón de una de las garrafas de agua y el amo nos decía que éramos unos inútiles, unos desgraciados. Todos mirábamos al suelo y nadie se atrevía a decir nada. Cuando se cansó de insultar nos dijo que ya se había acabado el agua en el trabajo.

— ¡Conmigo no se juega!

Estuvimos tres días sin agua. Sin agua ni siquiera para comer. Fueron tres días agobiantes. Todos aguantamos porque necesitábamos papeles y dinero para vivir.

 Fueron pasando los días y otra bronca del amo nos cayó encima con dureza.

— ¡Aquí todos! ¡Aquí todos, escoria! ¡Ya! ¡Ya! —gritaba el amo.

Arrastrando los pies y sin atrevernos a levantar los ojos del suelo nos acercamos apiñados unos contra otro sin saber por dónde iban los tiros.

— ¡Quiero mis gafas ya! ¿Quién me las ha quitado?

Seguían los insultos y como nadie contestaba nos dijo que arreáramos al trabajo y que las gafas nos las descontaría del jornal de ese día. Debían ser unas gafas muy caras.

Una mañana apareció el amo con un niño de unos diez años. Era su nieto y muy ufano le decía que tenía que ir a la huerta con él para aprender el negocio, para saber cómo se tenía que tratar a los jornaleros.

El niño nos miraba asustado, sin pronunciar palabra. No se despegaba de su abuelo y asentía con la cabeza a todo lo que el hombre le decía.

— Tienes que mirar debajo de las pereras y si ves “montonsicos” de peras, las chafas con el pie. No tienes que dejar ni una — le decía el abuelo.

Esa noche llamé a Haala. Quería oír su voz inocente, sentir su alegría al escucharme, responder a sus mil preguntas llenas de ilusión, porque la imagen de un niño asintiendo cuando el abuelo le decía que chafara las pocas peras defectuosas que habíamos guardado para la cena desmoronaba mi ánimo, aniquilaba la esperanza de que con mi esfuerzo llegaría a encontrar un trabajo digno de un hombre.

Esa noche tuve la certeza de que no había futuro para jornaleros como nosotros porque el abuso del amo pasaba de generación en generación.

Y lloré. Lloré con la cabeza entre las manos.