Jueves Santo: La Celebración
Jesús ha invitado a cenar a sus amigos en Jerusalén y en un gesto de servicio humilde les lava los pies.
Jesús ha invitado a cenar a sus amigos en Jerusalén. Están contentos, ríen y bromean entre ellos. Sus espíritus sencillos viven como un triunfo del maestro su entrada, hace unos días, en la ciudad. Todos le reconocían a su paso, le aclamaban, echaban sus vestiduras a sus pies y le llaman rabí.
Juan llega el último, se ha retrasado y se precipita sobre Jesús para saludarle con un beso. Pero se para antes de llegar a Él.
Le mira y calla. Uno frente a otro, sin moverse. Algo intenso se dicen sin palabras.
La mirada de Jesús ya no es la de ayer, humana, risueña y acogedora. La mirada de Jesús, esta tarde, se ha revestido de una autoridad desconocida y su gesto, solemne, sin saber por qué, le duele.
Jesús le atrae cogiéndole de los hombros, le besa en ambas mejillas y le pide que se siente a su lado.
Juan hubiera preferido estar frente a Él, mirarle, comprender qué había cambiado. Había llegado a ellos hace apenas tres años y ha sido el tiempo más extraordinario de su vida. Seguirle, escucharle, aprender a amar le han convertido en su hermano y también en su hijo.
Está sentado a su lado y siente su calidez que le da confianza y serenidad. A su alrededor, Pedro, Santiago, Andrés, Bartolomé y los demás disfrutan de esta cena antes de la Pascua. El pan en el centro de la mesa y la jarra de vino al lado.
Esta tarde Jesús apenas habla. Los mira a todos y se recrea en su amistad, en la camaradería que ha surgido entre ellos.
Pero ha llegado el momento. Se levanta, se ciñe un paño a la cintura y toma un lebrillo con agua, se arrodilla a los pies de cada uno de estos hombres asombrados y en un gesto de servicio humilde empieza a lavarles los pies.
— Hacedlo vosotros también.
Vuelve a la mesa, toma el pan entre sus manos, lo bendice, da gracias a Dios, lo va partiendo y dándolo a cada uno de sus amigos dice:
— Tomad y comed… este es mi Cuerpo.
Coge la jarra de vino, igualmente la bendice y da gracias a Dios, la reparte entre las copas:
— Bebed. Es mi Sangre.
— Haced esto en memoria mía.
Y por último les pide que se amen, que amen, como Él los ama.
Ninguno de ellos es capaz de entender en esos momentos lo que estaba haciendo Jesús, sus palabras.
Juan, el más sensible de todos, está conmocionado. Ya ve que esto es una despedida, que ha llegado lo que les había anunciado. No es capaz de mantenerse erguido. Con la cara entre las manos intenta contener el llanto. Su corazón es una explosión de amor de Dios, ese amor que Dios había mandado entre los hombres, entre ellos, para ser ejemplo de vida y que había derrochado a manos llenas entre las personas más desfavorecidas con las que se había encontrado, que había mostrado el Reino de Dios a humildes y poderosos, en el que todos tienen cabida.
Oye la voz de Jesús que les pide que le acompañen al huerto a orar. Todos salen tras Él. Claro que quieren acompañarle, estar a su lado, orar al Padre, pero su humanidad les vence y queda Jesús solo ante el Padre en una noche que no acaba más que empezar.