El cuento de los viernes16/09/2022

La cigarra Quequé

Esta semana, el #CuentoDeLosViernes revisita una historia que por conocida, no podemos dejar de tener en cuenta.

Vivía la cigarra Quequé en pleno campo rodeada de árboles frutales, hortalizas y acequias. Era la cigarra más feliz del mundo porque se dedicaba a lo que más le gustaba: cantar y tocar la guitarra. Buscaba la sombra de un buen manzano, se sentaba apoyada en el tronco y rasgaba con maestría las cuerdas de su pequeño instrumento al compás de su voz un tanto chillona.

No necesitaba mucho para vivir. Con cuatro hojas de parra y unas cuantas ramas secas se había construido una casa fresca y aireada. Y en un pispás.

Quequé era también un poco inconsciente, aunque inocente, porque no pensaba demasiado, sobre todo en el futuro. Disfrutaba del presente, del sol y de las buenas temperaturas que ofrecía el chispeante verano.

Al lado de la cigarra vivían unas hormigas que aprovechaban el buen tiempo para aprovisionarse de alimentos y leña para pasar el invierno. Cada día salían de casa, el hormiguero, para buscar los mejores granos, semillas, astillas, pequeñas ramas  y todo aquello que pudieran almacenar para cuando el frío les impidiera salir al exterior.

Cada día, en cuanto Quequé veía asomar a las vecinas por la boca del hormiguero empezaba a burlarse de ellas.

— ¡Ya van las más trabajadoras del campo camino de su sustento! ¡Serán tontas, ni un día de descanso se permiten! ¡Ni un ratito al día!

— Ale, a la marcha que yo os acompañaré con una buena sonata, —era otra de sus ironías preferidas.

Las hormigas, Blancurri, Cosi, Leítica, Blanqui y el resto de compañeras, se armaban de paciencia e intentaban convencerla de que debía cambiar de vida. Era una irresponsabilidad lo que estaba haciendo porque el invierno llegaría y ella lo pasaría muy mal.

Quequé se partía de risa y hasta desafinaba alguna nota de tanto que se divertía escuchándolas.

Llegó el otoño con una temperatura agradable, como un veranillo rezagado, y los primeros vientos se estrenaron con el mes de diciembre. Quequé no podía concentrarse con tanta rama en movimiento. En casa se aburría y andaba de un lado a otro nerviosa y sin saber qué hacer. Fueron bajando las temperaturas, vino la lluvia y ya le costaba encontrar algo que llevarse a la boca. Vio cómo caían los primeros copos de nieve, cómo un manto blanco cubría todo el campo y cómo el frío y el hambre, pensaba, acabarían con su vida.

Quequé tomó una decisión valiente. Desfallecida y con la bufanda como única prenda de abrigo se plantó ante la puerta de sus vecinas, las hormigas.

Al abrirse la puerta cayó en brazos de Blancurri que pidió ayuda a sus compañeras. Con cuidado la sentaron en un sillón al lado de la chimenea en la que chisporroteaba un fuego que caldeaba toda la sala. Cosi fue corriendo a calentar un buen caldo y Blanqui rodeó sus piernas con una manta tejida a mano.

Cuando la cigarra recobró un poco las fuerzas, su mirada se encontró con un gran ventanal por el que se podían ver los árboles cubiertos de nieve y un cielo ceniciento que aún daban más valor a la calidez de la confortable estancia.

Las hormigas, con agrado, le enseñaron el resto de la casa. Una amplia cocina con cristales en las puertas de los armarios que dejaban ver pilas de platos, vasos, tazas y todo lo que pudieran necesitar para preparar sus apetitosos guisos; una despensa de estantes repletos de alimentos en conserva, mermeladas, sacos de harina, arroz y legumbres, tomates y racimos de uvas colgados a secar en las vigas del techo. Varios cuartos de baño, un gran dormitorio ordenado y alegre, con camas cubiertas de colchas de lana que ellas mismas tejían, una sala de lectura y otra de juegos.

La cigarra Quequé pensó que no había visto un lugar más bonito y acogedor en toda su vida. Estaba avergonzada de su comportamiento y no sabía qué decir.

Cuando volvieron al comedor, se sentaron alrededor de la mesa y Blancurri tomó la palabra.

— Mira Quequé, hemos pensado que debes pasar el invierno con nosotras. Ahí fuera no podrías sobrevivir a las bajas temperaturas. Te enseñaremos a guisar, a tener ordenada y limpia la casa y tú, de vez en cuando, nos darás buenos conciertos y hasta podrías enseñarnos a cantar. Cuando llegue el buen tiempo te ayudaremos a construir una casa sólida y abriga y nos tendrás a tu lado siempre que nos necesites.

Quequé había permanecido todo el rato con la cabeza agachada y lentamente, sin atreverse a sostener la mirada de sus buenas vecinas, empezó, muy bajito, a decir:

— No sé cómo pediros perdón. Estoy avergonzada. Me he burlado de vosotras con saña, sin preocuparme por entender vuestra forma de vida, responsable y sensata. El trabajo que hacéis, ahora, me llena de admiración porque os permite disfrutar sosegadamente de todo lo que os gusta, con camaradería y armonía. Nunca os habéis enfadado conmigo, me habéis advertido de lo que podía ocurrirme y, cuando me encuentro desfallecida y casi moribunda, me acogéis en vuestra casa sin rencor y ofreciéndome lo mejor que tenéis.  

Quequé había recibido una buena lección que sabría aprovechar. ¡Qué injusta había sido! Su indolencia y el desprecio por sus vecinas, no fueron causa para que estas dejaran de prestarle toda la ayuda que ella necesitaba. Supo entonces que el respeto y la comprensión eran la única forma posible de buena vecindad. Y la alegría, claro, para contagiarla. No lo olvidaría nunca y para ello lo pondría en práctica de inmediato con responsabilidad y agradecimiento, predispuesta desde ese momento a ser amable y afectuosa con cuantos se acercaran a ella.