La historia que Palestina me ha querido contar
Nuestra voluntaria en el campo de trabajo en Tierra Santa explica lo que ha aprendido allí.
Una vez de vuelta, en España, tengo una visión un tanto extraña interior y exterior. Me parece que he visto cómo puedo llegar a ser si me lo propongo, cómo puedo cambiar a bien si quiero, y a la vez he ganado empatía, porque el pueblo palestino no ha hecho nada para merecer lo que está pasando y sin embargo les ocurre a ellos. No sé si eso tiene sentido tampoco. Ahora veo de manera diferente las cosas y siento que no es solo porque acabe de volver de allí. Es algo más. Supongo que el hecho de que la primera vez que empecé a escribir esto me quedara en blanco describe a la perfección cómo regresé del país donde me dejé un pedazo de mi corazón: abrumada, con los esquemas partidos, sin saber bien cómo empezar…
Recuerdo llegar a España y que el taxista nos preguntara por el viaje, qué habíamos hecho, qué habíamos visto y Álvaro empezó a hablar y hablar y yo le miré alarmada, como diciendo: «qué haces, no digas nada, no reveles lo que hemos hecho». Me costó darme cuenta de que ese peligro de ser descubiertos ya no estaba y la realidad del miedo en el que tienen que vivir las personas bajo ocupación se hizo palpable. Ya ves, bastaron dos minutos para que fuera notable ese miedo en mi propio país, donde ni siquiera tiene cabida.
Estoy descolocada. No sé bien qué responder cuando me preguntan, cómo contar a los demás qué he visto. Tal vez fuerza. Fuerza corporal, fuerza emocional, fuerza de espíritu, fuerza de pueblo. En Palestina he visto fuerza ejercida de tantas maneras buenas y malas que ya no sé si esos adjetivos son completamente válidos para alguna cosa. La fuerza de los soldados para imponerse a toda costa; la fuerza de los chavales palestinos al contarnos lo que viven; la fuerza de tantos como Celina, diciendo que no se iría de su hogar; la fuerza de los vendedores de Hebrón, ayudando a Gaza; la fuerza de las familias palestinas, metiendo en su casa a unos desconocidos para cuidarlos; la fuerza de la comunidad cristiana, siguiendo adelante a pesar de todo; la fuerza de cada palestino y palestina, resistiendo una ocupación que se lleva consigo mucho más que sus casas.
Pero sobre todo me quedo con la fe. En Palestina he visto fe a borbotones. Hasta en mí creció. Cómo no iba a hacerlo si la veía en cada esquina, en cada comercio, en cada abrazo cuando la situación nos sobrepasaba, en cada charla, en cada persona que daba algo de sí por un futuro mejor para su gente. He visto la fe en el dolor, que es el lugar más difícil para que crezca. En los palestinos y palestinas, que cubren cada posible vertiente del problema que les consume con una reacción pacífica para ponerle solución, por muy malos que sean los pronósticos, siempre con la posibilidad de la paz por delante, con el mínimo atisbo de victoria como motor para seguir avanzando. Y esto fue lo más alucinante que vi.
Incluso yo perdí la esperanza en algunas ocasiones. Me era imposible ver algo mejor más allá de los escombros, de las familias separadas, de los depósitos y los casquillos de bala… Pero entonces estaban ellos, nuestra familia palestina, con la surrealista situación de tener que calmarnos a nosotros, diciéndonos que todo acabaría, que tenían la fe, que no lloráramos, que eran fuertes. Y tanto que lo eran. Nunca me había sentido tan acompañada. Incluso cuando estuve en el hospital con dos personas que hacía menos de dos semanas que conocía, jamás me sentí sola. De verdad vi que Palestina era mucho más que un país ocupado, mucho más que una cárcel enorme y vigilada, mucho más que una tragedia.
Por encima de todo eso Palestina es una casa, una casa llena de gente que lo da todo por los que acoge y no pide nada a cambio, solo que respetes su paz y si yo en solo dos semanas, incluso antes, he podido sentirlo, imagina cuán grande es su valor. Date cuenta de por qué es tan importante protegerla. Y ya no por el simple hecho de que es casa sino porque tiene vida. La casa que es Palestina no sería nada sin las gentes que la componen y hacen que tenga un sentido, hacen que pueda hacerte sentir algo, que pueda ser hogar. Las piedras vivas de las que siempre hemos hablado, las que de verdad importan. Vivas. ¿Qué es lo más importante si no es la vida que reside allí? ¿A quién le importan unas tierras si están muertas y derruidas, a quién le importan unas piedras que solo cobran valor si queremos dárselo? Al final, el valor real está en las personas, en la vida. Y eso es lo que, por encima de todo, debemos defender.
Así que, no sé bien sobre qué tengo que escribir aquí, pero si lo que me piden es que escriba sobre Palestina, sobre qué he aprendido, sobre qué he visto… Podría estar escribiendo hojas y hojas sobre guerra, ocupación, tierra, cultura, historia y mil datos más que se me han quedado grabados en la mente, pero prefiero hablarles de lo que hay dentro, de lo que he aprendido de corazón, que es al fin y al cabo la verdadera historia que Palestina me ha querido contar. La historia de las piedras vivas que residen tras los muros de piedra muerta, la historia que unos pocos fuimos a escuchar para que muchos más la puedan conocer. Y no puedo estar más agradecida, Señor. Eternamente.