El cuento de los viernes03/01/2020

Los niños de Jesús

El Cuento de los viernes, cercana ya la fiesta de Reyes, nos narra hoy el regreso de Jesús para estar cerca de los más pequeños y vulnerables, los niños y niñas migrantes.

El Padre ya lo tenía todo preparado. La decisión estaba tomada y la fecha, cercana. El Hijo había aceptado con gusto. Los motivos del Padre eran de mucho peso y Él estaba deseando bajar de nuevo a la tierra para cumplir su misión.

Padre e Hijo se asomaron al balcón del cielo y miraron preocupados hacia abajo.

— Padre, es que siempre es lo mismo. Ni aprenden nada, ni cambian. Ya cuando me enviaste la otra vez, eran ellos, los pequeños y pequeñas, los que más sufrían, los que, abandonados o explotados, menos podían defenderse ni luchar.

— Lo sé, Hijo, — contestó el Padre—. Sabes bien que doté a los seres humanos de tanta inteligencia que ni siquiera la utilizan en su totalidad, de libertada para elegir, para pensar y tomar decisiones y de sentimientos para amar, para compadecerse y para que fueran misericordiosos. Como les di libertad, les tuve que dar también el odio, el egoísmo, la codicia y otros así pero, ¿quién podía imaginar que pudiendo desarrollar los buenos sentimientos que ayudan a vivir a uno mismo y a los otros, tantas personas se iban a decantar por los que solo causan dolor y destruyen la convivencia y la naturaleza?

— Padre, ¿conseguiremos algo con solo acercarme a esos pequeños?

— Verás cómo sí. Ese será tu nuevo y ambicioso trabajo. Tienes que mostrar al mundo que esos niños y niñas merecen respeto, protección y ayuda para salir adelante. La gente que vive en países donde reina la paz tiene que entender que son víctimas inocentes y necesitan ser acogidos con cariño y comprensión.

— ¿Comprensión, Padre?

— Claro, Hijo querido. Muchos de esos niños y niñas no han conocido el amor de una familia o lo han perdido muy pronto. No han podido alimentarse bien ni tener buenas ropas de abrigo. Nadie les ha podido enseñar lo que está bien y lo que está mal. Es muy triste porque no pueden comportarse como otros niños que han tenido mejor suerte. Los pobres solo saben huir, esconderse y tienen miedo, mucho miedo de bombas, hambre y también de los mayores.

— Padre, estoy preparado.

Y Jesús, que así se llamaba este buen Hijo, desembarcó días después en una ciudad del Mediterráneo. Una ciudad en la que se vivía bastante bien y a la que llegaban migrantes huyendo de guerras y miseria poniendo en peligro su vida para conseguir sobrevivir. Era allí donde el Padre quería que actuase Jesús porque allí se daban las circunstancias para que los pequeños migrantes encontraran nueva familia, nuevo hogar, amigos y colegio. Pero había prejuicios y hasta miedo de quienes sin ningún amparo no eran capaces de comportarse como se esperaba de unos niños bien educados y por eso se les quería bien lejos.

— Si lo han perdido todo, — se dijo Jesús— , si han vivido muchos de ellos como animalillos, ¿cómo no se les comprende, cómo no se les acoge poniendo a su alcance los medios y también el afecto para salvar sus vidas?

Se puso en contacto con su Padre y le contó lo que había averiguado:

— Mira, Padre, lo más sorprendente es que cuando he preguntado por niños y niñas migrantes que han llegado solos a la ciudad, los han nombrado por unas extrañas iniciales. En la ciudad he visto gentes extranjeras que parecen integradas y laboriosas pero esos niños es como si no les quisiera nadie, como si su bienestar y su futuro no interesase a nadie.

— Ya sabes que esa es tu labor, Jesús — respondió el Padre— . Haz ver a la buena gente que el mejor amor es el que pueden entregar a unos niños a los que les han despojado hasta de la humanidad. ¿Cómo dices que les llaman?

Jesús enseguida quiso conocer a alguno de ellos, acercarse a ellos y elaborar de inmediato su estrategia. Recordó cuando la otra vez sus amigos apartaban a los pequeños a su paso y Él les decía que les dejasen acercarse, que eran lo mejor del mundo y que, en realidad, todos deberían hacerse como ellos para entrar en el Reino de Dios.

Las vio a las tres, tan pequeñas, tan parecidas, tan vulnerables. Tendrían entre ocho y diez años y estaban con otros niños en torno a una gran mesa. Cartulinas, tijeras, pinceles y temperas ocupaban toda su atención. Las tres pequeñas no se separaban en todo el rato. Si una se movía las otras iban detrás. La más mayor no quitaba los ojos de encima a las otras dos como si las estuviera protegiendo continuamente.

Se acercó lentamente a ellas, se sentó en una silla y las saludó.

— Hola.

— Hola, dijeron ellas segundos después.

Jesús, para entablar conversación les preguntó qué era lo que más les gustaba hacer.

Una de las pequeñas contestó:

— Dormir… dormir en una cama.

— La ropa también — dijo la más mayor— , y ver la tele.

Jesús se las quedó mirando con esa mirada suya donde el amor de Dios y la compasión humana se unían para envolver a las tres niñas. Dormir… en una cama, la ropa y la tele. ¿Cuánto horror, cuánto frío habrán pasado en sus cortas vidas? Y qué increíble para ellas ver una tele. ¡Qué maravilla para sus ojitos sorprendidos!

Escuchó a su Padre que le decía:

— Cuando fuiste al mundo la otra vez, se te cerraron todas las puertas del bienestar pero se te abrieron, de par en par, las puertas del amor más puro. Te lo entregaron los pobres, las gentes sencillas, los limpios de corazón. Te lo entregaron y ya sabes cómo. Te arroparon primero y te siguieron después confiando en tus palabras.

— Jesús, sé hoy palabra de esperanza para todos estos pequeños porque ahí, en esa tierra que acabas de pisar, tienen la posibilidad de conseguir lo que se les ha negado en sus propios países, una vida digna, un presente y un futuro. Busca a los pobres, a las gentes sencillas, a los limpios de corazón y háblales otra vez de bienaventuranzas, de caridad, de misericordia y de perdón…

Jesús se despidió de las niñas, salió a la calle y caminó despacio, muy despacio, mirando a la gente a los ojos, al corazón, y ya supo por dónde empezar.