El cuento de los viernes10/01/2020

Los Reyes Magos

El cuento de los viernes nos mantiene aún la emoción de la noche de Reyes. ¡Que lo disfruten!

Erase un país precioso, de grandes ciudades y pueblos pintorescos, con un mar enorme y con ríos cantarines que lo alimentaban. Sus habitantes trabajaban en empresas, en la agricultura, en preciosas tiendas que había por todas partes y en la administración para cuidar de todos ellos. Niños y niñas vivían felices con sus familias, el colegio les preparaba para el futuro y los juegos entre amigos les hacía disfrutar de la vida.

Todo marchaba como en cualquier otro país del mundo hasta que un invierno, todos pudieron ver en la tele algo que pensaban que solo era un cuento para entretenerles.

Veían a unos hombres majestuosos a los que llamaban Reyes Magos, con ropajes suntuosos, montados en camellos y rodeados de muchos pajes que cargaban con inmensos sacos de regalos. Visitaban todas las ciudades, todos los pueblos donde hubiese un niño por muy alejado que estuviese. Los pequeños, acompañados de sus padres y madres, salían a su paso y, emocionados, les pedían los regalos que más les gustaban.

Los Reyes Magos, por la noche, cuando todos dormían, entraban silenciosos en los hogares y también en los hospitales para depositar los juguetes que les habían pedido.

La televisión mostraba la alegría de los niños al despertar al día siguiente y encontrar los regalos que habían solicitado a los Magos.

Los niños y niñas que lo veían en la tele soñaban con que una maravilla así pudiera ser verdad.

Lo que ellos no sabían es que el rey que gobernaba aquel país tenía prohibido a los Magos que se acercasen por allí porque tenía miedo de que le arrebatasen el poder.

Los Magos, que por eso eran magos, podían entrar en los sueños de los niños y les entristecía ver la añoranza que sentían los pequeños al verlos cada vez en la tele. Convocaron una reunión de urgencia para encontrar una solución y que aquellos pequeños disfrutasen del don tan preciado de los regalos como el resto de los niños del mundo.

No era fácil hallar una solución apropiada y deliberaron durante horas hasta que a Baltasar se le ocurrió una idea magnífica. Dijo a sus compañeros:

— ¡Buscaremos la complicidad de los padres!

— ¿Cómo?— exclamaron al unísono Melchor y Gaspar.

— Claro, ¿no lo veis? Es la solución —dijo Baltasar—. Enviaremos de incógnito a todos nuestros pajes. Hablaran con los papás y las mamás y les pedirán, de nuestra parte, que sean ellos los portadores de los regalos. Y nosotros, que para eso somos magos, haremos el milagro y pondremos en sus manos todos los regalos que los niños y niñas, en su imaginación, nos pidan.

Los tres Magos se pusieron muy contentos. Tenían un año por delante para llevar a cabo su plan, pero sin perder un minuto.

Vestidos con ropa discreta, con vaqueros y camisetas, entraron todos, todos los pajes en el país. Recorrieron hogar por hogar, hasta el más lejano, el más apartado, y contaron a todos los padres y madres el plan de los Magos. Todos se entusiasmaron y estuvieron dispuestos a ser los mensajeros reales. Querían que sus hijos e hijas, al recibir los regalos, conociesen la historia de aquel Niño que era Hijo de Dios pero que nació pobre y fueron los Magos y otras gentes, tan pobres como Él, quienes le colmaron de presentes. Los Reyes porque nada más verle supieron que era el Hijo de Dios y los otros hombres y mujeres para mitigar su pobreza.

Llegó de nuevo la noche de Reyes y todos los niños del país, sentados frente a la tele, abrían los ojos como platos al ver a los Reyes Magos sonreír y saludar a todos los pequeños del mundo.

Con la emoción de despertar al día siguiente y volver a sentarse frente a la tele, se fueron a la cama muy pronto y pronto quedaron dormidos.  

Por la mañana, conforme iban despertando, encontraban bajo las chimeneas los regalos con los que habían soñado toda su vida. La alegría ya no estaba en la tele. Eran ellos quienes reían y exclamaban vivas mientras desenvolvían los preciosos presentes que, no sabían cómo, habían llegado a sus hogares.

Y el rey de aquel país, ciego en su ignorancia y arrogancia, no supo que otro Rey había vencido.