El cuento de los viernes26/05/2023

Lucía

Hoy, #ElCuentoDeLosViernes tampoco tiene mucho de cuento sino todo lo contrario.

Al entrar en el convento, Lucía está emocionada.

— ¿Me conocen todas? dice volviéndose hacia su hija.

— No, mamá. Es que Mari Cielo les ha hablado mucho de ti y están muy contentas de conocerte por fin.

Llega la hermana Mª del Cielo con pasos apresurados y se funde en un entrañable abrazo con la que en su niñez fue lo más parecido que tuvo a una madre.

Se miran sin soltarse las manos, ríen, se besan y se vuelven a abrazar.

Las otras religiosas y la familia de Lucía intercambian saludos y palabras de bienvenida sin dejar de compartir la alegría de las dos amigas.

Lucía tiene ochenta y siete años. Ha cuidado de su marido hasta su fallecimiento y ahora, con todo su tiempo para ella, vive tranquila cerca de su hija. No todos los días, pero, de vez en cuando, camina hasta el pueblo de al lado, a solo cuatro kilómetros del suyo, a participar en la misa. Eso sí, sin que lo sepa su hija. Después, cuando se entera, ya la regaña y le prohíbe que haga esa locura. Pero ella, mientras las piernas se lo permitan, irá a esa otra iglesia que la llama tanto. Cuando acaba la celebración se sienta un rato delante del sagrario y habla tan a gusto con el Señor. Le pide por todos los suyos y por los que no conoce y lo pasan mal. Le cuenta los cotilleos del pueblo y evoca con Él los tiempos pasados. 

Seguramente fue el Señor quien puso en su cabeza la idea y enseguida se entusiasmó. Se despidió precipitadamente y fue directa a casa de su hija.

— ¿Quieres que vayamos a Roma a ver a Mari Cielo? La verdad es que ya hace años que no la vemos.

— Pero mamá, es un viaje muy pesado para ti, —respondió la hija de Lucía—.

Lucía, con ternura, le dijo a Ana, su hija, que lo dejaba en sus manos, que lo pensara al menos.

En casa se acercó a la foto de Ana y Mari Cielo de pequeñas, a otra de cuando Mari Cielo tomó los hábitos y a la que, en el convento de Roma, está con el Santo Padre. 

Lucía se sentó, ya muy cansada, a la mesa del comedor y pensó en aquella desgraciada familia que vivía puerta con puerta con la suya.

Mientras vivió la madre todo era alegría en aquel hogar. Mucho trabajo porque los cinco niños les vinieron casi seguidos pero eran una bendición y los padres, buena gente, los cuidaban con gran amor.

Cuando la más pequeña de los hermanos contaba solo unos meses la madre falleció y al padre le superó la pérdida y la nueva situación.

La primera vez que Mari Cielo, tan chiquitina ella, tocó a su puerta y le dijo que tenía hambre, Lucía supo que en su casa se guisaría cada día pensando en la familia de al lado. Su marido estuvo conforme con todo lo que Lucía les pudiera ayudar.

— Estaba preparando un bocadillo de jamón para Ana, ¿quieres almorzar con ella y os exprimo también dos buenos zumos de naranja?, le contestó Lucía con naturalidad.

El padre de Mari Cielo se volvió a casar, pensaba Lucia, que para que los niños tuvieran quien les diera el cariño de una madre. Nacieron cuatro niños más pero ese hogar ya se había convertido en un lugar frío y descuidado donde la relación de los padres llegó a situaciones muy graves.

Conforme se fueron haciendo mayores, aquellos niños se labraron un porvenir y Mari Cielo, tan apegada a Lucía, a su manera de ser y de pensar, le confió que quería servir a Dios, ingresar en el convento.

Mari Cielo no perdió nunca el contacto con Lucía y su familia. Cartas, llamadas de teléfono y alguna visita hasta que la trasladaron a Roma. Desde entonces no se habían vuelto a ver y Lucía pensó que había llegado el momento de despedirse de ella en persona antes de que Dios la llamase a su lado.

No pasaron muchos días antes de que Ana le dijera que toda la familia la acompañarían a ver a Mari Cielo y que se hospedarían en su mismo convento. Las religiosas no permitían que buscaran un hotel.

Lucía, Ana, su yerno y sus dos nietos harían el viaje a Roma y Mari Cielo les enseñaría el Vaticano y los lugares más bonitos de la ciudad.  

Una silla de ruedas para desplazarse Lucía con facilidad y unos días de convivencia que no olvidarían nunca.

El amor entre aquella niña y la joven madre había dado su fruto. Mari Cielo, la hermana María del Cielo, había hecho de su vida una extensión de Dios en la tierra, entregada al servicio de los más necesitados y Lucía, feliz y serena, contaba con una familia que la cuidaba y era capaz de disfrutar con ella de un deseo marcado por la amistad de toda una vida.