El cuento de los viernes24/12/2021

Nochebuena

Este viernes no es #ElCuentoDeLosViernes el que llega sino una historia, muy ¿antigua? y real...

No iban solos por el camino. Duras jornadas a pie, en carreta o, como María y José, con un pequeño burro que cargaba con sus pertenencias.

Pastores, labriegos y pequeños artesanos dejaban trabajos y oficios para emprender un camino, incierto, hasta sus pueblos de nacimiento, a veces lejanos, y censarse tal como había decretado el emperador. José, nacido en Belén de Judea, salió junto a su mujer y un buen número de familias una mañana temprano.

Carpintero humilde, no quería preocupar a María. Los dos confiaban en Dios pero no sabían cuándo volverían a Nazaret, ni cómo encontrarían la casa y el taller, ni si les llegaría el poco dinero que llevaban encima para acabar el viaje. En las paradas para descansar y tomar algún alimento, se apartaban un poco los hombres y compartían sus temores. Los asaltantes de caminos, los timadores, la falta de trabajo, el dinero escaso que no podían malgastar y, sobre todo, el recelo por lo que pudiera pasar a mujeres y niños.

El agotamiento iba haciendo mella en las familias. Su paso era cada vez más lento y el llanto de los más pequeños los desazonaba y alteraba el ánimo. Las personas más débiles enfermaban y morían. Ni cuidados ni el calor de un lecho. Solo el abrigo de unos brazos familiares.

Por los pueblos por donde pasaban la hostilidad de los lugareños les obligaba a salir precipitadamente otra vez a los caminos, sin encontrar alivio a su cansancio.

Y los caminos no eran parajes solitarios. Estaban poblados a cada trecho de pobreza y miseria que el egoísmo y el desprecio de quienes algo podían mantenía alejadas de pueblos y ciudades.

María se mantenía serena, ayudando a sus vecinas y distrayendo a los niños y las niñas con canciones y juegos. Su avanzado estado de gestación no le impedía ser fuerte y voluntariosa para echar mil manos a las personas más necesitados.

María y José llegaron a Belén solos. Las otras familias se habían ido separando por otras rutas, a otras ciudades. Anochecía y el frío empezaba a ser intenso. En la posada les dijeron que otros habían llegado antes que ellos y que no los podían albergar.

No había puerta dónde tocar y José y María salieron de nuevo a los caminos. No anduvieron mucho y vieron una techumbre en la oscuridad. Ninguna luz hacía pensar que estuviera habitada y se acercaron preguntando a gritos si alguien había allí.

Un portalón de madera vieja que se abrió con un leve empujón y un fuerte olor a animales les invitó a adentrarse en la penumbra. José consiguió prender un poco de fuego que iluminó un pequeño establo, un buey y una mula y la paja del suelo que no hacía mucho que habían cambiado.

María dijo que era suficiente, que el resto lo haría Dios y José la miró preocupado y a la vez enternecido, admirado de tanta fortaleza. En los alrededores pudo encontrar unos buenos troncos de leña seca. Armó una buena fogata que alumbró y dio calor al mísero lugar. 

Esa misma noche le sobrevino el parto a María y con la sola ayuda de José dio a luz un precioso Niño que arropó con los pañales y la manta que tenían preparados.

La luz brillante que desprendía la hoguera sorprendió a los pastores que guardaban en los corrales del monte sus ganados.   

Se fueron acercando al portalón y lo que allí vieron les sobrecogió o les asustó. No se sabe muy bien. Se encontraron con un hombre, una mujer y un Recién Nacido. Sus ropas y el lugar les hizo pensar que eran aun más pobres que ellos y se compadecieron de tanto desvalimiento.

— Hay que traer algo de alimento —cuchichearon entre ellos.

— Y ropa de abrigo.

— Agua también. Que se puedan lavar. 

Un momento después, unas mantas ligeras como de metal cubrieron sus hombros y envolvieron al Niño.

Leche caliente rebajada con agua, queso recién hecho y algo de pan pusieron los pastores en un pañolón ante ellos.

— ¿Estáis bien? Nos quedaremos con vosotros esta noche y mañana, de amanecida, ya buscaremos algo para cobijaros mejor.

María y José, que no habían probado esos alimentos desde hacía semanas, ni habían recibido durante el viaje tanta atención y afecto, agradecieron de corazón la preocupación de aquellas buenas gentes.

María miraba los rostros avejentados de unos rudos hombres y mujeres que, en cuclillas ante ellos, les sonreían en una bienvenida de pura acogida, humilde y sincera y no dejaba de pensar por qué Dios hacía las cosas así. Traía a su Hijo, Todopoderoso, al mundo pobre entre los pobres y solo los que eran tan pobres como ellos les habían prestado ayuda y consuelo. ¿Por qué ha elegido Dios la pobreza para salvar al mundo? ¿Será que Dios quiere nacer en el centro mismo de la injusticia para mostrar al mundo que dureza de corazón, altivez, vanidad, codicia, ambición o riqueza son enemigos mortales del propio ser humano?

Mira María a su Hijo recién nacido y el Amor la puebla de agradecimiento, de confianza, de humanidad…