Un buen hombre
Un día más, #ElCuentoDeLosViernes nos devuelve a la más cruda realidad.
Un buen hombre. Trabajando toda su vida en una empresa solida que le permitía vivir alquilado en una bonita casa con piscina. Se casó y, años después, sin motivos de peso, por naderías, la convivencia empezó a deteriorarse.
José, que así se llama este buen hombre, se quedó solo en su bonita casa con piscina.
Su ex mujer se volvió a casar y tuvo un niño precioso. José se alegró mucho por ella y se ofreció a ayudarla cuando lo necesitara.
— José, —lo llamó un día su ex mujer—. Me he separado. Quería que lo supieras.
José se apenó por ella y por el niño y le volvió a ofrecer su ayuda.
La vida de José continuó solitaria. No era capaz de rehacerla. Entre el trabajo, el cuidado de su pequeño jardín y los domingos en casa de su madre con sus hermanos y sobrinos pasaba todo su tiempo.
— José, ¿quieres que quedemos y te presento a mi hijo? Es muy guapo, ya verás. —Le dijo un día su ex mujer—.
Y José se aficionó a estas quedadas de amigos. El niño le daba alegría y un sentimiento de cariño desconocido para él.
La vida le cambió para siempre el día que la empresa hizo regulación de empleo y José se quedó en la calle. Se despidió de sus compañeros y todos le decían, palmeándole la espalda, que poco tiempo estaría sin trabajar, que con su curriculum encontraría enseguida un nuevo empleo. No le hizo ninguna gracia, pero no se preocupó demasiado. Como decían sus compañeros, pronto encontraría otro trabajo. Ahora a descansar y a arreglar el papeleo del paro. Ah, y le diría a su ex mujer que si necesitaba que le cuidara al niño algún día, pues que lo haría con mucho gusto.
El niño, como todos los niños, atrapaba casi todos los virus que pasaban cerca de él y ahí estaba José para cuidarlo. Al pequeño le encantaba estar con él. Más que la guardería. Un día le compraba un tren, otro unos animales de goma y hasta una gran pelota.
— Mira, José. ¡Gooool!
Jugaban juntos, hacían la compra y hasta la comida.
Pasaron los meses y se cumplieron los dos años en los que cobraba el desempleo. En todas las empresas le habían dicho que era demasiado mayor para el puesto.
Arregló los papeles para el subsidio y ya empezó a preocuparse.
— En poco tiempo se me acabarán los ahorros. Con el subsidio no me daría ni para pagar el alquiler y una casa más barata tampoco la podría pagar porque después estaría el agua, la luz, el gas, la comida… —le dijo a su ex mujer—.
Y ese día llegó. Tuvo que dejar su bonita casa con piscina.
Alguien le dijo donde había un piso propiedad de un banco en el que se podría quedar. La luz estaba enganchada y había agua, que no se sabía por qué no habían cortado.
— ¡Okupa! ¡Yo de okupa! — Se dijo José desolado—.
Era un barrio muy a las afueras, muy humilde, con pintadas en las paredes y aceras demasiado sucias. Se avergonzaba de tener que llevar al niño allí y no podía dejar de verle. Ya era como su hijo.
Fue a Cáritas y descargó todo el dolor y la decepción que llevaba dentro. Se desahogó y dijo a las voluntarias que el niño no le vería vivir así. Le entretendría en un parque y comerían una hamburguesa y una botella de agua en cualquier lugar y si se ponía malo, si a la madre le parecía bien, le cuidaría en casa de ella.
Volvió el buen hombre caminando muy despacio a su nueva vivienda, desierta de muebles y de calor de hogar. En un rincón estaban los juguetes del niño, resaltando más aun su soledad. Una nueva vida, inesperada, se ofrecía ante él. Era el sistema, que engullía a las personas que por edad no consideraba apropiadas para ocupar un puesto de trabajo eficiente.