El cuento de los viernes28/07/2023

Verano: ¡tengo un plan!

Este es el último #ElCuentoDeLosViernes antes de las vacaciones de este blog, así que, ¡Feliz verano!

Algo se regocija por dentro. Estos días más largos, el placer de una fresca sombra, los libros elegidos para un periodo de trabajo a medio gas, las cenas al aire libre con los amigos y la dedicación a Cáritas que sigue sin descanso le dan, por unas semanas, un sentido más desenvuelto, menos rígido a nuestra marcha diaria.

Y además… ¡tengo un plan!

¿Habéis visto la imagen de esas compañeras y compañeros de Cáritas que con el dedo índice y el pulgar forman un círculo que se acercan al ojo diciendo: “¡Tú tienes mucho que ver!”?

¡Y es cierto! Lo interpretes como lo interpretes.

La mirada al frente, sin perder detalle de lo que ocurre a nuestro alrededor. Nada de ensimismamiento en nuestras preocupaciones, que a veces nos ocupan de manera desmedida y que también hay que darles su espacio para que acaben resolviéndose de la mejor manera.

Pues la mirada al frente. Ocupada en ver a los preferidos del Señor, que son fáciles de identificar. Los vamos a encontrar por todas partes, en los mejores barrios y en los más humildes.

Y ese encuentro en plena calle también, si no andamos distraídas, les puede ofrecer un sentimiento de confianza, de esperanza. Una sonrisa, un saludo, el intercambio de cuatro palabras…

La voluntaria de Cáritas lo tiene bien aprendido. Sabe que lo primero que se tiene que desterrar es la cobardía que tanto daño hace, a nosotras y al prójimo. El remordimiento la ha acompañado durante años por pasar una vez de largo. Quizás no se podía hacer nada… pero ¿y si sí que se podía?

Una mañana de primavera y un parque vestido de brotes y hojas tiernas. Una joven, casi una niña, de instituto, sentada en el césped con la espalda apoyada en el tronco de un árbol. La mochila dejada caer un poco más allá. Un brazo extendido en su regazo sobre el que apuntaba una jeringuilla…

A la voluntaria se le ocurrieron mil cosas. Quiso acercarse, abrazarla, cogerle la carita, hablarle de su niñez recién dejada, de su juventud, de su inocencia, de su porvenir, de su madre, sobre todo su madre y del terrible camino que había empezado a recorrer… Quiso decirle mil cosas con pasión, con ternura, como si fuera su hija. La jeringuilla se hundió en el brazo y la voluntaria fue cobarde. Conmocionada, abandonó a la niña a su suerte cuando podía haber intentado socorrerla de alguna manera. Cobarde siguió su camino sin atreverse a volver la vista atrás. No lo ha olvidado nunca y no ha dejado, desde entonces, de hacer amigos entre los preferidos del Señor.

Como su amigo rumano, el que tocaba el violín todas las mañanas en la misma acera. Ahí se inició todo un protocolo. Una moneda en la funda del instrumento, fuera auriculares y unos minutos de escucha frente a él. Un aplauso silencioso y un día:

— ¿Quieres que te toque algo?

— ¿Algo del concierto de Chaikovski?

Hasta que llegó la despedida. Su mujer, también profesora de piano y también de Rumanía, iba a trabajar en un pueblo de playa, en un supermercado. Él, allí, entre cafeterías y restaurantes, tendría mejores posibilidades de ganar dinero, pero seguirían buscando de lo suyo, sin rendirse…

Tampoco ha olvidado unos ojos preciosos, cansados de calle y desengañados de personas. Venían frente a ella, por la acera, junto al pretil del jardín del Turia. Llevaba su dueña la casa a cuestas, un carrito con marca de supermercado cargado hasta arriba de ropa, mantas y utensilios diversos. La mujer inició un movimiento con el carro para ceder el paso. La voluntaria, más ligera, se apartó y le dijo:

— Soy yo la que tiene que apartarse, que tú vas muy cargada.

– No es lo normal, —contestó la mujer—.

La voluntaria inició una risa y le dijo:

— Es lo normal, normal.

Y se apoyó en el pretil como invitando a la mujer a que lo hiciera también.

— ¿Descansas un poco?

Hablaron unos minutos de lo que la mujer quiso, de que a la primera que molestaba ir con el carrito por la acera era a ella pero que las cosas le habían venido así. La calle la había endurecido y dormía con un ojo abierto porque tenía miedo de que la atacaran. Iba a un centro donde se duchaba y lavaba la ropa.

— Habrás visto que no huelo mal. La ropa es la que me dan pero la lavo a menudo.

— Claro que me he dado cuenta. Eres muy especial.

Se incorporó la mujer y también la voluntaria. Se besaron y la voluntaria le dijo que si se volvían a encontrar volverían a charrar un rato.

Y los suyos también entran en el plan. La María, el Sebas, Antonio, la otra María y todos los demás…  

Sin olvidar al otro violinista, el que toca cerca del Arzobispado. Un hola gesticulado para no interrumpir, una moneda en el bote y un adiós con la mano. Hoy la voluntaria le ha vuelto a ver en otra calle. Ha buscado la moneda en el bolso y cuando se ha acercado ha visto que algo había cambiado. El mismo hola gesticulado de ella y el hombre con el arco rasgando el borde de la madera. Algo había cambiado en su mente, lo que no le impidió, como siempre, dar las gracias con una inclinación de cabeza.

Pues este es el plan. Un plan a ras de calle. Para el verano y para siempre porque todos los que estamos en esto del Evangelio “tenemos mucho que ver”, mucho que hacer.